A menudo se escuchan argumentos que defienden que la tecnología es neutral, que en sí misma, y en cada uno de sus casos particulares, no tiene un componente moral, depende solamente de cómo se use y de los contenidos con los que se llene, como si se tratara de un gran vaso vacío, esperando ser llenado por un nutritivo néctar o un veneno letal.
Así podemos escuchar cosas como que Facebook, un iPhone o Alexa, son entes completamente neutrales que no nos alteran como seres humanos sino en la medida en que les damos un cierto uso. Por ejemplo, los podemos usar para consumir contenido de alta calidad o comunicarnos con personas que nos enriquecen, o quizá para ahorrar tiempo y emplear el sobrante en leer o aprender un nuevo idioma, etcétera.
Es cierto que la forma en la que utilizamos la tecnología es importante y, ya que es casi inevitable en nuestro mundo estar embebidos en entornos altamente mediatizados, resulta parte de una higiene mental básica limitar nuestro uso y «curar» los contenidos que consumimos. Pero esto no es lo esencial de la tecnología. Lo esencial es su naturaleza, lo que la tecnología es, independientemente del uso que le demos. Y es con la esencia de la tecnología con lo que nos relacionamos esencialmente como humanos.
La técnica (tekné) significaba originalmente para los griegos «conocimiento», un término que era usado junto con «epistéme«. Heidegger ha equiparado la tekné en su uso original con la poesía (poiesis, lit: «creación»), en tanto que «En el conocer se hace patente algo. En cuanto que hace patente, el conocer es un hacer salir de lo oculto» (La pregunta por la técnica). Es decir, conocer es también una forma de producir, que es a la vez un revelar.
Y esto era la técnica, un arte de revelar lo que estaba oculto. Heidegger argumenta que en la Grecia presocrática lo que hoy conocemos como «fabricación» tenía un cierto componente poético; el artista o productor que fabricaba algo tenía una relación con la cosa en sí, una especie de diálogo que no era mera instrumentalidad, no era un hacer-para-algo, o para sacar un provecho.
La técnica no era la explotación de la naturaleza -como luego sería con Bacon-, era el arte de revelarla, de hacer manifiesto algo oculto. Más allá de la interpretación de Heidegger, otros académicos han corroborado que para los griegos tekné no tenía el sentido esencialmente instrumental que tiene actualmente la «tecnología», sino que era esencialmente un conocimiento, una inteligencia aplicada a ámbitos humanos y divinos.
Con el tiempo la tekné pasó a ser un tipo de conocimiento especial, un conocimiento ligado a la producción de cosas útiles o, más aún, al dominio de la naturaleza, dentro de una visión mecánica de la misma. Francis Bacon consideraría que dominar la naturaleza era el derecho y la responsabilidad del ser humano.
Había que extraer del seno de la naturaleza, sin ningún recato, conocimiento para poder gobernar el mundo y de esta manera cumplir con el dictamen del Génesis: «y tenga potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y las bestias, sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra».
Así la técnica evolucionaría como la sirvienta -o la facilitadora- de la ciencia mecanicista, en su afán de conquistar la naturaleza. Bacon, sin embargo, tenía una orientación moral para el conocimiento, el cual debía servir a la religión, con el fin de hacer el bien, de crear una Nueva Atlántida, una especie de paraíso en la Tierra.
Pero el método científico no tenía espacio para la teología y, con la secularización y el nihilismo moderno, el conocimiento dejaría de tener un contrapeso moral: se convertiría en puro poder. Así, esta empresa llegaría a ser vista como un intento ya no de conquistar sólo a la «virgen naturaleza» sino de imponerse sobre ella y sobre los demás, incluyendo a los otros hombres.
Como dicen Adorno y Horkheimer: «Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres» (Dialéctica de la Ilustración).
El mismo Heidegger repararía ampliamente en los efectos de la visión instrumental moderna de la tecnología, considerando que ésta ha sido central en lo que llama el «olvido del Ser»: el modo general de nuestra existencia en la que nos relacionamos utilitariamente y no esencialmente, como si el mundo fuera una colección de objetos que están a nuestra disposición para ser manipulados y servirnos.
Este modo es uno que impide una relación auténtica con el mundo o una existencia verdadera pues, para Heidegger, la verdad (aletheia) es literalmente una revelación, un desencubrimiento del ser que yace oculto u olvidado. Un evento que no puede ocurrir desde la instrumentalidad, pues es necesaria una especie de espera contemplativa, de silencio, un dejar-que-aparezca, lo cual el modo instrumental-utilitario, con su ansiedad de dominio, hace imposible.
Para Heidegger, la tecnología moderna es una forma de violencia sobre el ser, una actitud de dominio y maestría que hace que éste se retire, como lo haría, por ejemplo, un animal ante un cazador. El ser, sin embargo, es un «animal», que no acepta coerción.
No podemos cazarlo, lo único que podemos hacer es, como los verdaderos poetas, invocarlo y esperar a que aparezca, como en una epifanía, un espíritu en el bosque. Así pues, la tecnologización del mundo es una antiontología, una especie de barrera que nos impide relacionarnos con el ser en sí de todo.
Heidegger sostiene que el peligro que supone la tecnología no proviene de tal o cual máquina o aparato, sino de aquello en lo que la técnica se ha convertido, alejándose de su esencia, la cual es indisociable de la nuestra, de nuestro modo de habitar el mundo.
«La amenaza como tal ya ha afectado al hombre en su esencia» (La pregunta por la técnica). La tecnología ya ha alterado lo que somos, al nosotros alterar nuestra concepción de ésta, al ver la técnica, el conocimiento mismo, como algo con lo cual manipular las cosas, dominar la naturaleza, forzar al ser.
Como notó McLuhan: «primero moldeamos nuestras herramientas y luego ellas nos moldean a nosotros»; sólo que, en este caso, no es una herramienta particular sino la concepción de la cosa en sí como mera herramienta.
O del conocimiento como herramienta, como un fin para otra cosa, a diferencia del conocimiento puro, la filosofía, que era un conocer por conocer, por amor al conocimiento o a la cosa que se conoce. La tecnología no es una cosa o un conjunto de cosas, es la actitud epistemológica que concibe al mundo como un mero conjunto de cosas, una cosificación del mundo, un modo de relacionarse, por usar la terminología de Heidegger, que piensa sólo el ente y nunca el ser.
El hecho de que la tecnología moderna nos afecta esencialmente es justamente lo que ha estado argumentando el teórico de medios Douglas Rushkoff, quien en una conversación reciente señaló que
«la tecnología amputa nuestra alma» y tiene programada una «agenda antihumana».
Ante esto, Rushkoff recomienda algo en cierta forma similar a lo que dice Heidegger: que pasemos tiempo con otra persona y simplemente estemos en el espacio sin hacer nada, sin ninguna mediación, desconectados de Internet y sin aparatos. La esencia del ser humano, sugiere Rushkoff, es algo que pasa en la conexión humana, en el rapport, cuando se pone atención y se respira el mismo aire -el espíritu-.
No se trata, en conclusión, de un horror de la técnica o un neoludismo, sino de una concienciación no sólo de los efectos de ciertas tecnologías, sino de la esencia de la tecnología como la hemos ido construyendo a través de la historia, esto es, a fin de cuentas, nuestra relación con la materia, la cual hemos entendido como algo inerte, mecánico, que es lo único real.
Este «materialismo» termina haciendo posible que hoy podamos definir al ser humano moderno, antes que otra cosa, como un «consumidor». Si la tecnología permea todo los ámbitos y todas nuestras relaciones se dan a través de la tecnología, eso significa que hemos instrumentalizado el mundo y nuestras relaciones, que la naturaleza y las personas se han convertido para nosotros en herramientas o en objetos que usamos.
La filosofía de Heidegger, a partir de su llamado «giro», es sobre todo una poética, un modo de escuchar o de hacerse sensible a la poetización, a aquello que «libera lo que es original hacia su propia llegada»; en otras palabras, el lenguaje que revela el ser en sí, no como concepto u objeto, sino como evento de lo verdadero. Aunque la tecnología y la poesía eran lo mismo, hoy en día son lo opuesto.
La poesía casi está en extinción, pero nuestra salvación sería pensar la técnica como poesía. No usar las cosas, sino poetizarlas. Que nuestro hacer sea algo más parecido a un no-hacer, a un estar atentos, a la espera y así tal vez llamando la fulguración del ser. Sólo así se podría instaurar una nueva realidad, que sería un diálogo con el origen o, en términos de Hölderlin, con los «celestes».
Esto, es cierto, parece algo tan ajeno e improbable como los dioses que se le aparecían a los poetas en la antigüedad. Han sido los poetas los que han fundado la historia, los que nos han dado nuestros mitos. ¿Pero quién puede crear un nuevo mito sobre la faz del edificio de la ciencia técnica que pretende haber destruido todos los mitos, convirtiéndose en una narrativa monolítica, la más poderosa de la historia?
De nuevo, sólo el poeta. Pero hoy en día ya no existen los poetas. Según dijo el mismo Heidegger, pueden pasar cientos de años hasta que nazca un nuevo poeta y, de aparecer, quizá ni siquiera seríamos capaces de reconocerlo.
Pues nosotros, en el meollo de la técnica, dentro de la pecera digital, vemos el mundo como a través de un espejo retrovisor y lo escuchamos como filtrado por un autotune. Sólo el poeta -o el artista- es capaz de ver lo que nos está sucediendo en la actualidad y lo que estamos perdiendo, pues sólo él descubre en su mente (aletheia) lo que somos originalmente.
junio 6, 2019
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