Con la crisis sanitaria del Covid-19 estamos aprendiendo, entre otras muchas cosas, que la sanidad no se puede descuidar con recortes o privatizaciones.
Y ¿qué es de la financiación de la mayor institución sanitaria del planeta, la Organización Mundial de la Salud (OMS)?
¿De dónde o quién proviene el dinero que permite su funcionamiento? No hace falta recordar que la OMS es quien está tomando todas las decisiones sobre la pandemia actual de coronavirus (desde la catalogación como pandemia a las medidas que han de tomar todos los estados).
Escribámoslo ya, desde el principio, la mayor parte de su financiación corre a cargo hoy de la industria farmacéutica, sobre todo de fabricantes de vacunas y de donantes privados.
El que más aporta de estos últimos con mucha diferencia es Bill Gates, el dueño de la multinacional de la informática Microsoft, a través de la Fundación Bill & Melinda Gates que comparte con su mujer.
El magnate de la comunicaciones fue quien más aportó en 2015: 185 millones de dólares; 95 veces más que España. Ríete tú Amancio Ortega.
No es nuevo, lo publicó hace unos años la Cadena SER, la tabla de abajo está elaborada con datos de la propia OMS y en ella pueden verse qué farmacéuticas financian la institución (¿pública?) global:
En teoría, para pagar los gastos de la OMS los casi 200 estados que la componen han de poner una cuota fija en función de su nivel económico. Esa dotación obligatoria se ha ido reduciendo con el tiempo y ya es sólo una pequeña parte del presupuesto de la institución.
Los «recortes sanitarios», como vemos han ido llegando no sólo a los sistemas sanitarios de los países, como España, sino a la mayor organización sanitaria «pública» del mundo, que hace tiempo inició su privatización.
Es sabido que en el actual modelo económico quien paga manda. Las cuatro farmas que más contribuyen a financiar la OMS son GlaxoSmithKline (GSK), Novartis, Sanofi Pasteur y Merck, por cierto que son los principales fabricantes de vacunas. En total, 90 millones de dólares en donaciones de las grandes farmacéuticas. Se da así un extraño juego de intereses.
Supongamos que hay una pandemia, una por algún coronavirus que por ejemplo provoque Covid-19. Vale, ya lo estamos padeciendo y por primera vez en la historia de la humanidad el mundo está totalmente parado.
Ansiamos una vacuna que además de necesaria, sea efectiva y también segura, claro. Bien, no hay que preocuparse (¿o sí?), GSK -y ni se sabe cuántos laboratorios hoy en el mundo- están en ello. Lo hacen además ayudados por los estados, el remedio que buscan los investigadores de GlaxoSmithKline tiene apoyo económico del Reino Unido, país donde se afinca la compañía.
La situación no está para bromas ni especulaciones, urgen los remedios válidos. Y como ya ocurrió con la pandemia que en este caso no fue, la de gripe A de 2009-10, GSK y los demás laboratorios reciben unos mimos y cuidados que no se producen en situaciones normales.
Una vacuna tarda en conseguir, haciendo las cosas bien, entre un año y año y medio. La tentación de ahorrar tiempo es comprensible, la población tiene miedo a enfermar de Covid-19.
No sabemos qué ocurrirá, está por ver quién conseguirá primero la vacuna, cuántas será seguras y eficaces y qué otros tratamientos irán apareciendo. Lo que sí sabemos es que el modelo de recortes y privatizador puede producir efectos secundarios indeseables. Durante la no pandemia de gripe citada, los grandes laboratorios vieron cómo las agencias e instituciones reguladoras de medicamentos les eximían de cumplir protocolos y fases de experimentación esenciales a la hora de ensayar sus vacunas, inadmisibles en «tiempos de paz» (al parecer estamos en guerra contra un virus).
Se forzó el acortamiento de plazos para conseguir lo más rápido posible una vacuna, un tratamiento que previniese esa gripe que nos decían que mataría a más de 100 millones de personas y que por suerte luego no fue cierto. Y además, los estados aseguraron por contrato a las farmacéuticas que si fruto de las prisas sus remedios salían de aquella manera, mal, si provocaban graves efectos secundarios en la población, quedarían eximidas de responsabilizarse ante los tribunales de Justicia.
Miedo -aunque infundado- de la población, prisas, ayudas económicas de los organismos públicos y exenciones legales poco democráticas fueron el cóctel que produjo, por ejemplo, la vacuna Pandemrix de GlaxoSmithKline, la principal marca donante de la OMS sí.
Y ¿qué ocurrió?
Que la Ciencia no entiende de prisas humanas ni comerciales y algo falló. Pandemrix provocó, en personas sanas, sin gripe, que se la pusieron multitud de cuadros de narcolepsia, una enfermedad del sistema nervioso.
Fue, como publicó años más tarde, en 2018, el prestigioso Bristish Medical Journal (BMJ), una «catástrofe evitable».
No sé si aprenderemos la lección, espero que no tengamos que lamentar nuevas catástrofes evitables con el actual coronavirus pero las cosas están haciéndose mal.
Nuestra salud no puede dejarse en manos de organismos mundiales que gestionan pandemias subvencionados por los fabricantes de los principales remedios para esas pandemias.
Hoy los presidentes de los gobiernos repiten en cada intervención pública su esperanza en que «se encuentre una vacuna» para el Covid-19. ¿Pero cuántos van a señalar y hacer algo por corregir el fallo estructural, sistémico del que es rehén la humanidad hoy? ¿Cuántos entenderán la importancia de tener industrias sanitarias públicas fuertes que atiendan (no sólo en tiempos de pandemia) las necesidades básicas de la población?
¿Para cuándo una OMS, si es que es posible «salvarla», INDEPENDIENTE que coordine centros de investigación y desarrollo público de tratamientos (o de validación de los existentes) ante posibles emergencias sanitarias?
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