Todos hemos crecido con el mensaje tradicional, pasado de una generación a otra, de que hay que dormir un mínimo de ocho horas al día. Las bases biológicas de que ese número de horas sea el idóneo para nuestro desarrollo y nuestra salud no habían sido demostradas científicamente.
De hecho, todavía desconocemos las bases moleculares de por qué necesitamos dormir. Lo que sí que sabemos es que es una necesidad vital y una que cumplimos muy a gusto.
Sin embargo, y a pesar de ello, cada vez dormimos menos. De hecho, en una sociedad altamente competitiva, casi nos jactamos de ello, ya que da a entender que estamos tan ocupados que tenemos que sacrificar horas de sueño para cumplir los objetivos diarios.
Además, a menudo, leemos y escuchamos que, dentro del marco europeo, nuestro país -con un estilo de vida tradicional que incluye el trasnochar por afición y madrugar por obligación- duerme menos que nuestros vecinos. (Aunque esto es algo que se debe justificar con medidas objetivas y no solamente basadas en la percepción subjetiva de lo que dormimos).
En principio, hubiéramos pensado que los efectos de dormir menos se limitarían a sentirnos más cansados y malhumorados, pero para nuestra sorpresa, las investigaciones han ido demostrando que dormir poco, además de afectar a procesos neurológicos, aumenta el riesgo de padecer las enfermedades más comunes de nuestra sociedad, es decir, las cardiovasculares y el cáncer.
Todavía más sorprendente es el hallazgo paradójico de que el riesgo de obesidad, una de las mayores preocupaciones de nuestra sociedad, aumenta al disminuir el número de horas y la calidad de nuestro descanso nocturno.
Estas observaciones epidemiológicas, que inicialmente fueron tomadas con la debida cautela, han ido solidificándose con multitud de estudios recientes. Estos trabajos han ido demostrando uno tras otro que, independientemente de la raza y la localización geográfica, dormir poco y/o mal aumenta entre un 40% y un 50% el riesgo de sobrepeso y obesidad.
La siesta no sirve
Además, el riesgo parece independiente de las causas que provocan la reducción de las horas de sueño (trabajo, estudio, ocio, etc.), con el agravante de que dormir durante el día no parece compensar la disminución del descanso nocturno; lo cual parece echar por tierra nuestro mito de la siesta.
Un patrón preocupante que emerge también de los estudios llevados a cabo es que los efectos de la carencia de sueño sobre el riesgo de obesidad son más marcados en los niños, jóvenes, y adultos de mediana edad y que disminuye en los ancianos. Algo a tener en cuenta considerando las tendencias de obesidad infantil observadas en nuestro país.
Desde el punto de vista científico, es crucial el encontrar los mecanismos moleculares que explican la paradoja observada en los estudios epidemiológicos.
Con este fin se han llevado a cabo estudios de intervención en los que se ha disminuido en el laboratorio el número de horas de sueño de voluntarios. Estos han demostrado que los niveles de hormonas asociados con el apetito y la saciedad (por ejemplo la grelina y la leptina) están relacionadas con el número de horas dormidas, así como los niveles de factores de inflamación (e.g. Proteina C reactiva e interleuquina 6) y la resistencia a la insulina. Lo cual apoya no solamente las observaciones epidemiológicas entre el sueño y la obesidad, sino también la relación con respecto a la diabetes y las enfermedades cardiovasculares.
Desde el punto de vista práctico, esto significa que a la hora de prevenir y tratar la obesidad no solamente debemos concentrarnos en lo más evidente, es decir, en la nutrición y la actividad física, sino que debemos empezar a incluir entre nuestros mensajes (tanto a nivel individual como a nivel social) la importancia del descanso nocturno.
De hecho, el éxito de las dietas para reducir peso queda mermado significativamente en aquéllos que no duermen el número de horas apropiado. Lo que nos lleva a la siguiente consideración: ¿Cuál es el número de horas que debemos dormir? Curiosamente, y como ha ocurrido tantas veces, el saber popular estaba en lo cierto, ya que el número de horas óptimo parece estar entre siete y ocho, con el riesgo de obesidad haciéndose especialmente manifiesto al bajar de seis horas.
Este conocimiento sugiere que en un futuro, cuando acudamos a un programa de pérdida de peso, la 'receta' será una dieta hipocalórica, un régimen de actividad física y una cura de sueño.
Sin embargo, es importante puntualizar que no hay que excederse ya que dormir demasiado (por encima de las 10 horas) supone el mismo riesgo de obesidad que el dormir menos de lo recomendado.
Por último, no olvidemos que nuestro objetivo principal es prevenir la enfermedad. Con esto en mente, nuestra lucha contra lo obesidad deberá incluir desde la niñez el concepto de dormir ocho horas diarias de manera regular, que es lo mismo que la tradición popular ha ido transmitiendo generación tras generación y cuya idoneidad hoy en día tiene finalmente una base científica demostrada.
Fuente: El Mundo
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