Si hay una expresión que nos define como seres humanos, sin lugar a dudas esa expresión es la pregunta “¿por qué?”
En realidad es nuestra mayor creación a nivel de especie: la fuente de la que emanan todos nuestros logros, avances y conocimientos.
Y quién sabe si también es la fuente de la que emanan todos nuestros males, si consideramos que lleva asociada la angustia existencial más profunda.
Pero mas allá de disquisiciones filosóficas más o menos superficiales, resulta curioso que un concepto tan simple y abstracto como una pregunta y la necesidad de responderla haya llegado a configurar el sentimiento y el devenir de toda una especie.
Es por esta razón que deberíamos otorgarle el valor que realmente le corresponde a la hora de educar a los más pequeños y tomar plena conciencia de que la pregunta“¿por qué?” es la primera y más poderosa herramienta que debemos darle a nuestros hijos.
El mejor juguete que recibirán en sus vidas, el juguete que jamás se rompe, el mejor juguete de la humanidad.
Como decimos, la primera cosa que debería aprender un niño es a preguntarse el por qué de todas las cosas y de hecho, de forma natural, todos los niños lo hacen.
Pero en la respuesta que los mayores les damos hallamos la raíz de muchos de los problemas de nuestra sociedad.
Cuando un niño empieza a preguntar el por qué de cualquier cosa acostumbra a recibir 2 modalidades de respuesta, ambas erróneas desde nuestro punto de vista:
1-Recibe respuestas evasivas o directamente no recibe respuesta alguna
2-Recibe una respuesta inmediata, veraz y convincente
El primer tipo de respuesta ante las dudas del niño ya representa un auténtico clásico en el campo de la “mala educación” y no vale la pena dedicarle demasiado tiempo. Todos conocemos los diferentes modelos de mala respuesta: “hoy esto no toca”, “ahora no tengo tiempo”, “ya lo sabrás cuando seas mayor”, etc…
Sin embargo, el segundo tipo de modalidad de respuesta ante las dudas del niño representa el paradigma social comúnmente aceptado de lo que es la “buena educación”: el niño expone una duda y recibe una respuesta inmediata, bien estructurada y adecuada a su nivel de comprensión.
Pues bien, desde nuestro punto de vista, este tipo de respuesta también es errónea.
Tan errónea que, inconscientemente, nos ha marcado la vida a todos.
Desde bien pequeños estamos tan acostumbrados a recibir una solución directa proveniente de las figuras de autoridad que ya no sabemos buscarla por nosotros mismos.
Es más, sentimos profunda desconfianza ante nuestra propia capacidad de razonamiento, como si aún fuéramos niños pequeños que “no saben nada”.
Muchas veces, cuando intentamos razonar el por qué de las cosas siguiendo nuestros propios criterios, nos sentimos inundados por un sentimiento de inferioridad, casi de culpa.
Pensamos “¿que sabré yo?” o “no tengo la formacion suficiente” y sin darnos más tiempo a pensar, buscamos un libro o un experto al cual cederle el monopolio de la veracidad, como si razonar o intentar deducir algo por uno mismo fuera “un pecado”.
Esta actitud, que a la mayoria de la sociedad le parece la correcta, es en realidad el reflejo de una mala educación, orientada a negarnos todo poder individual.
¿Quién es el protagonista del aprendizaje?
Y es que la clave del asunto radica en quién es el protagonista del proceso de aprendizaje.
En quién es el actor principal.
En nuestra sociedad el actor principal del proceso de aprendizaje está muy claro.
Solo necesitamos fijarnos en la configuración de una aula cualquiera: es un teatro con espectadores silenciosos y un único actor protagonista.
Es así.
En una aula tenemos a un nutrido grupo de espectadores, los alumnos, sentados e inmovilizados en sus pupitres, que actuando como receptores pasivos y obedientes, reciben las instrucciones de la única persona en la sala con libertad de expresión y movimiento, la que representa a la autoridad y la que resulta ser la única estrella de la función: el maestro.
Ésta es la triste verdad del sistema educativo: desde bien pequeñitos nos roban el protagonismo del acto de aprender, hecho que se escenifica físicamente en la aula.
¿Alguien se ha parado a pensar en las devastadoras consecuencias a nivel psicológico que ha tenido para cada uno de nosotros el pasarnos tantas horas y horas de nuestra infancia callados e inmovilizados, escuchando obedientemente los dictados de un adulto al que en la mayoría de los casos apenas conocíamos de nada?
Y precisamente en nuestra infancia, cuando rebosamos de energia y curiosidad, cuando más necesitamos movernos y explorar nuestro entorno con el fin de aprehenderlo y de comprendernos a nosotros mismos.
Una energía sobrante que, de hecho, nos ha otorgado la naturaleza con esa función específica.
Así pues ¿qué efectos puede tener esto en una persona en formación?
¿Qué huellas dejará en su mente?
¿Qué vision del propio encaje en el mundo le provocará?
Las consecuencias de ello estan claras: cuando nos hacemos mayores prácticamente no reconocemos nuestra propia voz al razonar, pues apenas la hemos podido escuchar.
Desconfiamos de ella.
Solo hemos escuchado los dictados, lecciones y respuestas categóricas del único poseedor de “la verdad” en este mundo: la autoridad en cualquiera de sus acepciones.
¿Y qué es lo primero que hacemos cuando no sabemos una cosa, cuando nos preguntamos el por qué de algo? Buscar la voz de esa figura de autoridad desesperadamente, donde sea. Buscar esa voz del maestro, del que nos han dicho “que sabe”, sin tan solo llegar a escucharnos a nosotros mismos antes, sin tan solo darnos la oportunidad de buscar nuestro propio razonamiento.
El dominio de todas las religiones y doctrinas ideológicas sobre el individuo se basa precisamente en eso.
Se basa en la forma en que nos responden de pequeños a la pregunta “¿por qué?”
Las consecuencias de estos modelos educativos las vemos a nuestro alrededor constantemente, incluso en las personas consideradas más cultas y formadas.
De hecho, todos tendemos a hacerlo de una forma u otra.
Si leemos algo que nos parece interesante, veraz o que nos invita a pensar, lo primero que hacemos es buscar el currículum del autor, para sentirnos seguros de que esos razonamientos proceden de alguien con la “autoridad” suficiente como para que podamos creerle.
Por lo visto, una verdad es menos verdad si procede de un indocumentado que si procede de un profesor universitario.
De la misma forma, una verdad es menos verdad si procede del razonamiento de un solo individuo que si tiene el respaldo de una amplia bibliografía.
Poco importa nuestro propio criterio, nuestra capacidad de razonamiento o incluso nuestra intuición o el sentimiento que una “verdad” despierte en nosotros.
Esas voces interiores ya no tienen valor, quedaron acalladas cuando de pequeñitos nos encadenaron en silencio a un pupitre y nos dijeron que no servían para nada.
Nos programaron para no escucharlas.
Y así es como, ante dos opiniones diferentes, nos inclinaremos siempre por la que disfrute de un rango de autoridad y prestigio social. La que provenga del profesor, de ese que la sociedad nos ha dicho que es un “sabio”.
Aunque nuestro corazón o nuestra mente nos indiquen lo contrario.
Leer, leer y leer
Un reflejo de estos mismos mecanismos lo encontramos en la promoción de la lectura.
Consideramos que una persona que lee mucho es una persona necesariamente culta y un ejemplo para el resto de la sociedad.
Y lo hacemos porque desde pequeñitos nos han repetido como loros, una y otra vez, que “debemos leer libros, muchos libros” si queremos saber cosas.
Nos lo han repetido como una letanía, como una doctrina en forma de verdad absoluta.
De esta manera, hay personas que leen, literalmente un libro tras otro y por ello son consideradas “cultas”.
Pero desgraciadamente, el mundo no avanza gracias a las personas que solamente ”leen”.
El mundo avanza gracias a las personas que “escriben”.
Dicho en otras palabras, el mundo ha avanzado porqué ha habido personas que han pensado y han actuado por sí mismas, que han creado con sus propias manos y su propia mente.
Que se dan un tiempo para “escribir” su propia visión de la realidad, en lugar de emplearlo todo en “leer” la visión de la realidad de los otros y en buscar bibliografías con las que tratar de legitimar su criterio.
Pensar antes de leer
Y es que siempre nos han dicho que para saber debemos leer mucho.
Que primero debemos leer libros para luego poder pensar y obtener respuestas.
Eso es lo comunmente aceptado por toda la sociedad.
Pero en el fondo, es una gran falacia.
Es el reflejo de las inmovilizantes aulas-prisión que han moldeado nuestra mente, en las que tras una pregunta, siempre, automáticamente, hay una respuesta del maestro y jamás una búsqueda o un razonamiento propio.
Lo cierto es que no debemos leer antes de pensar.
Todo lo contrario.
Debemos pensar antes de leer
Debemos darnos el tiempo necesario para tratar de hallar nuestras propias respuestas, antes de recurrir a las respuestas escritas por los demás.
¿De qué sirve leer mil libros con mil respuestas si antes no hemos hecho el esfuerzo mental de buscarlas razonando por nosotros mismos?
Porque ¿qué es en realidad aprender?
¿Obtener respuestas a las preguntas o hacer el viaje para encontrar esas respuestas?
¿Quién sabe más? ¿Aquél al que le han enseñado a hacer una cosa? ¿O aquél que ha tenido que deducir por sí mismo cómo se hace esa cosa?
Y es que hay una enorme diferencia entre las dos posiciones.
En la primera, uno es el receptor de un conocimiento y en la segunda, uno es el creador y actor principal de su propio conocimiento.
En la primera, la persona repite los métodos enseñados y en la segunda, la persona descubre nuevos métodos y nuevos caminos, adquiriendo sabiduría con ello.
Y ésta es precisamente la gran pérdida que experimenta la humanidad con nuestros sistemas de enseñanza.
Repitiendo mecánicamente los caminos que nos enseñan en los libros, perdemos la posibilidad de hallar nuevos caminos hacia las respuestas, que significarían una riqueza para todos.
Así pues, llegados aquí, ¿cual es la respuesta correcta que debe recibir un niño cuando nos pregunta “por qué”?
Y la respuesta correcta, quizás debería ser “y tú, cuál crees que es la respuesta a tu pregunta?”
Es decir, deberíamos entregarle el protagonismo de la búsqueda de esa respuesta. Convertirlo en el protagonista de su aprendizaje. Dejar que sea el actor principal.
Permitirle que juegue con la pregunta, que elucubre sus posibles respuestas, que imagine y que explore libremente, aunque no disponga de los datos necesarios.
Dejarle que ande caminos que a nosotros ni se nos pasarían por la cabeza.
Y una vez construída su teoría, por mas disparatada y absurda que sea, ofrecerle la posibilidad de contrastarla con otras opiniones, entre ellas las de los maestros y las de los libros, aquellos que se supone que saben más.
Porque aquí reside la clave: contrastar opiniones, es decir, tratarlas de igual a igual, sin rangos de autoridad, sin imposiciones.
Con ello, los niños aprenderían a respetar a los que saben más que ellos, pero no a hacerlo por obligación y bajo amenaza de castigo, como sucede en el actual sistema educativo, sino a respetarlos por los conocimientos que demuestran.
Dicho de otra manera, los niños aprenderían a respetar la sabiduría y no laautoridad.
Y al provenir esa sabiduría de alguien que se comporta como un igual y no de alguien que la impone, aprenderían a respetar a todos los que les rodean de forma natural.
Aprenderían a pensar, aprenderían a aprender, aprenderían a exponer sus ideas y aprenderían a escuchar las de los demás.
Tratando así a los niños, conseguiríamos crear personas valientes para pensar y humildes para aceptar que se equivocan, con personalidad propia, con imaginación, con un criterio irrepetible y ante todo, con plena confianza en el razonamiento como vehículo para obtener respuestas.
Elementos, todos ellos, indispensables para evitar el adoctrinamiento y la manipulación, base de todos los conflictos a lo largo de la historia y, por que no decirlo, base de toda estructura de poder.
Evidentemente, las “personas de orden” se pondrán las manos en la cabeza ante todo lo expuesto.
Para ellos esto es algo antinatural. Incluso peligroso.
Pensarán: “los niños deben obedecer a sus mayores y aprender lo que les digan y punto ¿Cómo podemos tratar de igual a igual a un ignorante? ¡Eso es un disloque filosófico de salón, sin ningun sentido práctico!”
Pero no debemos hacerles caso.
Porque este tipo de gente ama las cadenas.
De hecho, las necesitan para mantener su posición.
Su voz es el grito desesperado del viejo mundo que debemos dejar atrás…
GAZZETTA DEL APOCALIPSIS
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