Hoy en día, comemos y consumimos carne, harinas blancas, azúcares y lácteos, todos ellos hormonados, precocinados, procesados y envasados en grandes instalaciones industriales, repletos de fertilizantes y desprovistos de los nutrientes que pudieran tener en un origen.
La mayoría de nosotros creemos que la macrobiótica es una forma extrema de alimentación basada en comer cereales, granos y más cereales. Antes de que esta forma de alimentación entrara de lleno en mi vida a través de una amiga que había asistido a un taller de cocina macrobiótica, pensaba que sus principios eran mucho más radicales que los de los veganos, por ejemplo.
Sin embargo, cuando me sentí preparada para abrir mi mente a otra filosofía de vida, las certezas eran tantas y tenían tanta fuerza que unas pocas semanas bastaron para que decidiera cambiar de alimentación y seguir los consejos de un médico macrobiótico.
No es un cambio fácil. Supone entender la alimentación de una forma mucho más consciente que la que nos rodea en esta época que nos ha tocado vivir.
La alimentación tradicional (hace apenas treinta años) estaba basada en cereales, legumbres y verduras obtenidas de la huerta, cambiaba según los ciclos estacionales y, sobre todas las cosas, estaba cocinada en casa.
Hoy en día, comemos –o, mejor dicho, simplemente consumimos– carne, harinas blancas, azúcares y lácteos, todos ellos hormonados, precocinados, procesados y envasados en grandes instalaciones industriales, repletos de fertilizantes y desprovistos de los nutrientes que pudieran tener en un origen.
Esto incluye las bebidas que ingerimos: agua con azúcar de sabores obtenidos por medios químicos, lácteos procedentes de vacas estresadas que producen leche gracias a la inyección de hormonas o bebidas gaseosas con otros tantos compuestos artificiales.
¿Estamos seguros de que nuestros cuerpos –y nuestra mente, compuesta igualmente por células que necesitan nutrirse– están preparados para clasificar, depurar, asimilar y desechar semejante atracón de productos químicos?
Solo llevamos treinta años de contaminación alimenticia y ya hemos empezado a observar sus efectos: los niños de los últimos años presentan más alergias alimentarias que nunca antes en la historia de la humanidad, sin contar a los adultos. Intolerancia al gluten, a la glucosa, a la leche o a los lácteos, a las harinas refinadas, etc.
La mayoría de las personas, no obstante, presenta alergias leves y no las identifica como tales, por lo que se habitúa a ellas, considerándolas un mal menor que no puede evitar.
Nuestro concepto de salud ha variado considerablemente en los últimos años y ahora creemos que es «normal» que los niños tengan mocos permanentemente y se enfermen todos los inviernos. Pensamos que a partir de los cuarenta estamos sanos si no tenemos cáncer o alguna enfermedad devastadora similar.
La acidez estomacal continua, la pesadez tras las comidas, el moquillo permanente, la pérdida de la visión, la resonancia nasal de nuestras voces, las urticarias repentinas, los dolores articulares y el estreñinimiento, entre otros muchos «males menores», han venido para quedarse.
Nos contentamos resignados con hacerles un hueco en nuestros cuerpos mientras tratamos de acallarlos con fármacos que no solucionan nada. Por no hablar de nuestra irritabilidad, desgana, impaciencia, estallidos de violencia o malestar general que achacamos al ritmo de la vida actual.
Actuamos como si no fuéramos dueños de nuestros propios cuerpos, como si lo que pasara «ahí dentro» no tuviera que ver con nosotros. Cruzamos los dedos para no sufrir una enfermedad «mayor» mientras seguimos ingiriendo sustancias nocivas que nos dejan satisfechos durante apenas unos minutos.
¿Realmente tiene que ser así?
Si tuviera que definir la macrobiótica en dos palabras, diría que es una «alimentación consciente». No hay ningún alimento prohibido; se trata solamente de ser consciente de lo que conlleva comer, de saber qué efecto provoca cada alimento en tu cuerpo y de que te hagas cargo de lo que le pasa, que es en definitiva lo que te pasa a ti.
Si enfermas, es porque no lo estás cuidando. Más aun, si no tienes una sensación profunda de bienestar tanto a nivel físico como mental (me atrevo a añadir a nivel espiritual), no estás sano.
Esta es una de las grandes diferencias entre el concepto de salud por el que aboga la macrobiótica y el de la «salud enferma» que nuestra sociedad ha aceptado como irremediable.
La salud es sentirse pleno, con buen ánimo en cada circunstancia de la vida, centrado y motivado para iniciar cada día y afrontar cada obstáculo con la gran reserva de energía que nuestro organismo almacena cuando no tiene que dedicarla por completo a depurar sustancias tóxicas. Desde este punto de vista, la mayoría de nosotros estamos enfermos.
Pero la enfermedad siempre es un reto, un camino de aprendizaje, un mapa que nos puede guiar a un tesoro mágico si nos tomamos el tiempo y el esfuerzo de aprender a leerlo.
La macrobiótica es un camino arduo, no por lo que implica, sino porque es contracorriente.
Pero, por sí misma, dejando de lado las críticas y las voces ajenas, es un camino de regeneración y bienestar desde el primer momento. Comer alimentos ecológicos desprovistos de químicos y sustancias artificiales es en sí mismo un placer de los sentidos.
Alimentarse de granos integrales que acumulan todo su potencial nutritivo y de verduras de temporada, acordes con el clima en el que vivimos, limpia el organismo y nos centra como individuos.
Al nutrirnos de esta manera, las células de nuestro cuerpo pueden realizar su trabajo de clasificación, asimilación y eliminación sin tener que pelearse con cientos de sustancias tóxicas.
El resultado es que podrán dedicar su energía –la nuestra– al resto de las tareas que desempeñamos cada día: concentrarnos en nuestro trabajo, materializar nuestros objetivos, disfrutar de nuestros seres queridos, etc,
No es una teoría descabellada. Se apoya en una pirámide nutricional recomendada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) muy distinta a la que estamos acostumbrados.
La leche de vaca contiene mucho calcio, es cierto, pero no es fácilmente asimilable por los seres humanos, por lo que no nos aporta lo que la propaganda promete.
La carne –según la OMS repito– es prescindible de la dieta, pues la combinación de cereales y legumbres en la misma comida aporta más cantidad de proteína que cualquier filete.
Aun recuerdo el arroz con garbanzos que me dieron de comer de adolescente tras un día entero de vendimia: ese plato contiene toda la proteína necesaria y es mucho más barato. Pero, sigo citando a la OMS, quien quiera comer carne que lo haga, sin abusar; en todo caso, menos del 10% del total de nuestra alimentación diaria.
Se puede ser macrobiótico y comer carne, siempre que sea ecológica.
Pero hay que saber acompañarla con otros alimentos para neutralizar los efectos adversos.
De hecho, esta es una de las siete dietas recomendadas por el fundador de este tipo de alimentación: Georges Ohsawa.
Las otras seis presentan los alimentos en distintas proporciones y son más o menos estrictas según el estado de salud de cada persona. No podemos seguir menospreciando la importancia de la comida en nuestro organismo.
La mayoría de la gente piensa que es un lujo comprar comida ecológica, pero está dispuesta a pagar una buena cantidad de dinero en adquirir un televisor último modelo. ¿Cuáles son nuestras prioridades? Personalmente, cuando se trata de comida sana, no miro el precio. Estoy comprando lo que luego se convertirá en mi piel, mi pelo, las células de mi sangre, los tejidos de mi cuerpo,… no, por supuesto que no escatimo en gastos.
De las siete dietas recomendadas, la más estricta está destinada sólo y exclusivamente, y siempre bajo la supervisión de un profesional, a personas gravemente enfermas que necesitan mejorar rápidamente.
No es cierto que los macrobióticos solo coman granos; de hecho, comen más variado que una persona «normal». ¿Qué comes tú a lo largo de la semana? Probablemente, pasta con tomate, arroz, filete con patatas y alguna ensalada, casi siempre la misma fruta y casi siempre la misma verdura, independientemente de la estación del año.
La dieta de un macrobiótico varía constantemente, según los productos que ofrezca la tierra en cada momento. Se beneficia de toda la diversidad que la naturaleza ofrece en cada momento y no se limita solo a verduras y frutas. En un herbolario se puede encontrar una variedad importante de legumbres y cereales de los que nunca antes habíamos oído hablar.
Hay proteína vegetal (tofu, seitán y tempe) que se puede cocinar en la sartén, en un estofado o en un guiso como si fuera un pedazo de carne. Hay algas, las grandes remineralizantes del organismo, muy disponibles en un país como el nuestro rodeado de agua por casi todos los costados.
Tenemos semillas, frutos secos, dulces naturales, etc. ¿Alguna vez has querido cenar un trozo de tarta sin sentirte culpable y sin sufrir de pesadez después? Prepara una tarta macrobiótica y cena un postre rico y sano.
¿Te ha picado ya la curiosidad?
ncluyo a continuación unos cuantos enlaces con recetas saludables que te harán sentir mejor a corto plazo y más feliz a largo plazo. Pruébalo, no tienes nada que perder: tan solo busca la receta que más te haya hecho salivar, enciende el fuego, pon música y canta a voz en grito mientras descubres el placer de preparar tu propia comida.
Carmen Hurtado González
Filósofa y traductora
MAS INFO:
Carmen,me encanta leerte y sentir que ya hace casi dos meses que me alimento con cereales y algas,miso y semillas,te verde y gomasio.Soy mas feliz.Cuando por ahi me tomo un helado o como un chocolate sooy conciente de que no es apropiado pero estoy aprendiendo sola y es realmente arduo.Saludos desde Buenos Aires.Ceci.
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